EDWARD O. WILSON: LA FORMACIÓN DE UN NATURALISTA
El camino hacia la naturaleza comienza en la infancia y por
esa razón lo ideal es presentar la ciencia biológica al ser humano en sus
primeros años de vida. Todos los niños son naturalistas exploradores
incipientes. El espíritu de los cazadores, los recolectores, los exploradores,
los buscadores de tesoros, los geógrafos y los descubridores de mundos nuevos está
presente en el corazón del niño, tal vez en forma rudimentaria, pero siempre
ansioso por expresarse. Desde tiempos inmemoriales, los niños se criaron en
contacto íntimo con los ambientes naturales. La supervivencia de la tribu dependía
de un conocimiento íntimo, táctil, de las plantas y los animales silvestres.
Más tarde después de millones de años de existencias en esas condiciones, apareció la agricultura, revolución que arrancó a la mayoría de los individuos del hábitat en que habían evolucionado sus antepasados. Los hombres alcanzaron así una mayor densidad de población, al precio de quedar encadenados a entornos muchos más simples. Así, pasaron a depender de un número mucho más reducido de especies vegetales y animales que solo podían cultivarse en un ambiente empobrecido biológicamente por la labranza reiterada. A medida que poblaciones cada vez más numerosas cuyo sustento era el excedente agrícola emigraban hacia aldeas y ciudades, los hombres se alojaron cada vez más en su medio ambiente ancestral. Hoy en día, la mayor parte de la humanidad habita en un mundo artificial. En gran medida, hemos olvidado la cuna y la morada primigenia de nuestra especie.
No obstante, alientan todavía en nosotros los instintos
ancestrales que se expresan en las artes, los mitos y la religión, en los
jardines y en los parques, y en deportes como la caza y la pesca, tan extraño
cuando uno se detiene a pensar en ellos. Los estadounidenses se dedican más
tiempos a los zoológicos que a los acontecimientos deportivos y mucho más aun a
deambular por las reservas silvestres y los parques nacionales, cada vez más
concurridos. Las actividades recreativas que se desarrollan en los bosques nacionales
y las reservas naturales –es decir en las zonas de ellas que no han sido aún
taladas- generan mucha riqueza y aportan más de 20.000 millones de dólares anuales
al producto interno. Las imágenes de la naturaleza silvestre abundan en la televisión
y en las películas que se ven en el mundo industrializado. Tener una casa de
fin de semana, por lo general en un ambiente pastoral o natural, es un signo de
riqueza pero también un refugio donde se puede alcanzar cierta paz espiritual y
retornar a algo perdido pero no olvidado. La observación de aves se ha
transformado en un hobby sumamente importante y en una industria sólida.
La profesión de naturalista no es una actividad sino un
honroso estado espiritual. Entre los héroes de nuestro país, están los que
lograron expresar su valor y protegieron la naturaleza: John James Audobon,
Henry David Thoreau, John Muir, Theodore Roosevelt, William Beebe, Aldo
Leopold, Rachel Carson, Roger Tory Peterson. En todo el mundo, en las culturas
que aún están cerca de la naturaleza se aprecia el talento para la historia
natural. Los que dependen de la caza o la pesca artesanal y practican la agricultura
para su exclusivo sustento apuestan la vida a conocer bien la naturaleza. El psicólogo
cognitivista Howard Gardner ha dicho que esa actitud para conocer la naturaleza
se encuentra entre las ocho categorías principales de la inteligencia:
El naturalista innato demuestra idoneidad para reconocer y
clasificar las numerosas especies –la fauna y la flora- propia de su medio
ambiente. En todas las culturas se tiene en gran estima a la gente que, además de
saber identificar a los individuos de especies valiosas o especialmente
dañinas, es capaz de catalogar organismos nuevos o poco conocidos. En las
culturas que carecen de una ciencia formal, el naturalista es la persona más
diestra en la aplicación de las “taxonomías vulgares” sancionadas por el uso;
en las culturas que tienen orientación científica, el naturalista es el biólogo
que reconoce y clasifica especímenes conforme a las taxonomías formales
aceptadas.
Las actitudes cognitivas del naturalista de talento se
manifiestan también de muchas otras maneras, incluso en las actividades prácticas
de las sociedades industrializadas. “El niño que puede discriminar fácilmente plantas
o aves o dinosaurios –observa Gardner- hace uso de esas mismas aptitudes (o del
mismo tiempo de inteligencia) para clasificar zapatillas, autos, sistemas de
audios o canicas”, y agrega: “es posible que el talento de los artistas,
poetas, sociólogos y naturalistas para reconocer perfiles y patrones que se
repiten se fundamenten en las aptitudes perceptivas esenciales de la
inteligencia propia del naturalista espontaneo”.
Dije ya que la biofilia, esa atracción innata por el mundo
natural, aportó a los individuos y a las tribus una ventaja adaptativa en la
historia de la evolución. En la actualidad, la historia natural retorna al seno
de la biología y conseguirá ampliar sus fundamentos para transformarla en una
ciencia más orientada hacia el hombre y más humana.
¿Cuál es la mejor manera de cultivar esa innata inteligencia
de naturalista en todos los niños? ¿Y cuál es el método para fomentar la
excelencia entre los que demuestran talento para la historia natural? Son
interrogantes que no han despertado demasiado interés entre los psicólogos que
se dedican a la investigación. Me permitiré recurrir de nuevo a mi experiencia
personal y a lo que he aprendido hablando a lo largo de años con padres,
maestros y niños.
La mente del niño se vuelca hacia la naturaleza viviente
desde muy temprano. Si se la estimula, despliega sus alas, y el vínculo con la
vida en general se afianza. El cerebro está programado para aprender; según los
psicólogos, los seres humanos están preparados en forma innata para el aprendizaje:
Todos recordamos con facilidad y placer
algunas experiencias. Al mismo tiempo, estamos predispuesto a evitar el
aprendizaje de ciertas experiencias o, en último caso, a aceptarlas y evitarlas
luego. Por ejemplo, nos atraen las mariposas pero sentimos rechazo por la
arañas y las víboras.
La lógica biológica y evolutiva de esa aptitud sesgada para
aprender es muy simple: los indicios que anuncian la presencia de elementos del
medio ambiente sanos y productivos refuerzan genéticamente una respuesta
positiva, de modo que no es necesario enseñarlos ni repetirlos; análogamente,
los indicios que anuncian peligro refuerzan una respuesta negativa.
Tengo varias sugerencias comprobadas a lo largo del tiempo
para los padres y los maestros que quieren cultivar las aptitudes de
naturalista de un niño. Hay que comenzar temprano: el niño está preparado ya.
Ábranle las puertas de la naturaleza, pero no lo empujen para que las
atraviese. Piensen que el niño es un cazador-recolector y bríndenle ocasión de
explorar al aire libre y observar en los zoológicos y museos. Permítanle
indagar, solo o en grupos pequeños de mentalidad afín a la suya. Dejen que
perturbe un poco a la naturaleza, sin vigilarlo y sin orientarlo. Consíganle guías
de campo, binoculares e, incluso, microscopios. Si es posible en la casa, o en
la escuela por lo menos. Acicateen su iniciativa y elógienla. Cuando llegue a
la adolescencia, permítanle emprender aventuras con otros, viajar a zonas
silvestre o al extranjero según se presenten las oportunidades y la economía familiar
lo permita. Dejen que aprenda todo con su propio ritmo. Si lo hacen, puede
suceder que el joven decida luego dedicarse al derecho, al marketing, o a las
fuerzas armadas, pero seguirá siendo un naturalista toda la vida y lo agradecerá.
Espero que estas recomendaciones hayan dejado en claro que
transformarse en naturalista no es lo mismo que estudiar algebra o un idioma
extranjero. Sería un grave error pretender presentarle la naturaleza a un niño llevándolo
a un parque o a un vivero donde cada especie de árbol o de arbusto lleva una
etiqueta con su nombre. El niño es un salvaje en el mejor sentido de esta palabra:
necesita palpitar con cada descubrimiento, hacer muchas travesuras y aprender
todo lo que pueda por su cuenta.
También se pueden intentar otras cosas, como comprar un
pequeño microscopio compuesto. Los hay ahora no más caros que una patineta o un
pasaje a Disney World. Sugiérale que observe gotas de agua de una laguna a las
cuales se hayan agregado con un gotero plantas acuáticas o algas. No le
indiquen que debe buscar, limítense a decirle que será algo distinto de lo que
vio hasta entonces. Así, el niño podrá ver lo mismo que sorprendió a Robert
Hooke, Antony van Leeuwenhoek y Jan Swammerdam, primeros microscopistas del
siglo XVII: un Jurassic Park en miniatura, habitado por rotíferos traslucidos que
cambian continuamente de forma, reptan entre los detritus, contraen y extienden
cilias que parecen cabellos para crear corrientes de agua circulare; un mundo
en que los protozoos avanzan como flechas y giran en el agua, chocando con los obstáculos
que encuentran como borrachos; un universo de cristalinas diatomeas, y mucho más,
infinitamente más podría decir.
Tuve esa experiencia a los 8 años. Mis padres me regalaron un
microscopio, no recuerdo por qué, ni importa saberlo. Allí encontré un mundo
propio, un universo agreste y sin ataduras, sin plásticos ni maestros ni
libros, sin nada que fuera previsible. Al principio no sabía los nombres de los
moradores del agua ni qué estaban haciendo. Tampoco lo sabían los primeros
hombres de ciencia que miraron por un microscopio. Como ellos, aprendí a
graduar la óptica para observar objetos del tamaño de una mariposa, o de otros
tamaños. Jamás pensé en lo que hacía en esos términos, pero era ciencia pura.
De mí se puede decir lo mismo que de cualquier otro niño en condiciones
similares y lo que dijo Leeuwenhoek de sí mismo: que no había emprendido su
trabajo “para ganarme los elogios de que ahora disfruto sino por mi avidez de
conocimientos, afán que, según observo, tengo en mayor medida que la mayoría de
los hombres”.
La sed de conocimientos puede acicatearse siguiendo, los arquetipos que gobiernan el desarrollo de la mente. Entre los 8 y 12 años de edad, muchos niños eligen lugares secretos para esconderse. Lo ideal son las cuevas o los edificios abandonados pero, de hecho, cualquier lugar apartado que garantice intimidad puede cumplir la misma función. Se puede construir un refugio con maderas de árboles jóvenes (cosa que yo hice, con mala suerte de que el arbusto elegido era un roble venenoso), “trozos de madera, leños abandonados entre los rescoldos y otros materiales improvisados. Una casa construida en un árbol es ideal porque brinda máxima intimidad y protección. Los bosques, incluso bosquecillos secundarios, son una opción lógica en estos casos. En ese lugar secreto, el niño –acompañado tal vez por un par de amigos- colecciona revistas, lee, habla hasta por los codos y observa el terreno circundante.
Los niños son cazadores de tesoros y coleccionistas innatos. Si
se les da acceso a un ámbito natural, es probable que empiecen buscando rocas (“piedras
preciosas”), reuniendo especímenes de mariposas y otros insectos, y dando
albergue a animales pequeños de todo tipo. Es una actividad que merece aliento.
No debemos tener una actitud aprensiva. Los sapos, las víboras (las que no son
venenosas) y los pececitos de agua dulce son magníficos. Después de poner a
prueba el límite de tolerancia de mis padres trayendo a casa unas víboras, di
albergue a unas viudas negras a las que alimentaba con moscas y cucarachas. Las
colonias de hormigas alojadas en nidos artificiales son estupendas en todo
sentido: las obreras se ajetrean día y noche y pronto convierten un montón de
tierra en su casa y de ahí parten para buscar alimento, marcando el camino con
un rastro de olor invisible. Las hormigas tienen un efecto sedante, como los
peces de los acuarios, y son un excelente material científico para la escuela.
Para producir un efecto enorme en poco tiempo, recomiendo
llevar al niño a la playa y proponerle que haga una colección de las criaturas
que vaya encontrando. En las zonas pobladas y en las playas muy concurridas, se
puede usar cámara digital para todos los animales que sean muy pequeños o
recoger todo lo que se encuentra para devolverlo al mar. En las playas de
arena, entre las algas marinas arrastradas por el mar, se esconden legiones de
diminutos insectos, crustáceos y moluscos bivalvos; animales misteriosos o
fragmento de ellos llegan a la costa desde aguas más profundas. En los charcos
que se forman entre las rocas de otros tipos de playa habitan infinidades de
pequeños crustáceos, caracoles, anémonas de mar, erizos y estrellas de mar, además
de otros animales menos conocidos propios de las aguas marinas poco profundas.
Al cabo de un tiempo, recomiendo al adulto abrir una guía y ayudar al niño a
descubrir los nombres de los animales que ha encontrado. Si además tiene a mano
un pequeño microscopio compuesto, sugiérale que observe algunas gotas de agua
tomada de los charcos de algas y de las rocas. De ese modo, abrirá otra ventana
a la biodiversidad.
Al niño que se une a un grupo de observadores de aves le
guardan aventuras de otro tenor. Pese a la edad que tengo, la miopía y mi profesión
de entomólogo, me estremezco todavía cuando veo águilas, grullas e ibis. No
hace mucho, mientras recorría en un esquife las aguas del río Pascagoula, en
Mississippi, me sentí transportado cuando vislumbré unos diez barriletes que parecían
golondrinas por su cola y daban vueltas sobre mí o se lanzaban en picadas para
beber unos traguitos en el río.
En ese ámbito, entre los observadores de aves, todos ellos
naturalistas con amor por la aventura, el niño puede hallar verdaderos
ejemplos. Hay algunos solitarios excéntricos entre ellos, pero también médicos,
pastores, plomeros, ejecutivos de empresas, oficiales de las fuerzas armadas,
ingenieros y miembros de casi todos los gremios y profesiones. Los une una pasión
común. Mientras están en el campo al menos, son los individuos más agradables y
fervorosos que he conocido en mi vida.
Lleve al niño al zoológico, pero con algún objetivo. No se
limite a vagabundear pasivamente entre los ejemplares expuestos: elija uno para
estudiarlo más de cerca. Los reptiles siempre son una atracción como los
grandes mamíferos, pero también suscitan interés en el niño las más diminutas de
las criaturas. Hace bastantes años que en el Parque Zoológico de Washington, la
mayor atracción es la colección de insectos. Desde su inauguración en 1987, el
lugar más concurrido ha sido la Mesa de Suelos, largo cajón relleno con tierra
y un lecho de hojas de los bosques de alrededor. Los visitantes –en su mayoría niños
y niñas- exploran ese mundo en miniatura para ver los innumerables insectos y
pequeños invertebrados que viven en su interior. Se les permite rastrillar y
levantar material a fin de exponer los animales a la vista e identificarlos
como si fueran entomólogos en su trabajo de campo.
Una visita a un acuario puede tener efectos similares. A toda
la gente, incluso a los niños, les encantan los tiburones tanto como los
dinosaurios, con la ventaja de que los tiburones están vivos. También
impresiona el esplendor de un arrecife de coral reconstruido, con la enorme
diversidad de formas de vida que lo caracteriza y que pueden abarcarse de una
sola mirada. Es recomendable el jardín botánico, en el cual se puede visitar
una selva aluvial simulada y empaparse de su grandeza. Otra fuente de interés son
las exposiciones de orquídeas, que se pueden recorrer como una galería de arte
en la cual se exhiben las plantas con flores más diversas de la tierra y, según
algunos, las más bellas.
La alegría de aprender surge de la libertad para explorar. El deseo de más conocimiento nace del conocimiento adquirido por iniciativa propia. La confianza en sí mismo de cada niño se apoya en el conocimiento del novedoso y bello mundo que lo aguarda. La formación de un naturalista se parece a la de un músico o un atleta: excelencia para los que tienen talento, placer duradero para el resto y beneficios para toda la humanidad.
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